lunes, 19 de octubre de 2009

Ensayo sobre el consenso

La sociedad contemporánea pretende ser el resultado de la cultura de la modernidad que ancla en los principios de igualdad y libertad su base de sustentación ideológica. Sin embargo, una vez conquistados estos principios por las diversas luchas políticas que se dieron a lo largo de la historia y con la propia dinámica del proceso, fueron transformándose paulatinamente en sus opuestos: la igualdad de ciudadanos sirvió de máscara a la desigualdad social; y la libertad de votar periódicamente ocultó la esclavitud económica y social.
La subjetividad legitimante de la democracia, materializada en el "individuo-ciudadano-libre”, se construye desde el imaginario idealizado de la democracia liberal en la cual prima la idea de consenso como forma segura de construir países y naciones pacificadas y estables.
Estas prácticas-discursos de paz y estabilidad, tendieron, por ellas mismas, al cierre de lo político y a su constitución como un espacio de prácticas que demarcan, a lo lejos, el universo de lo posible y, en definitiva, de lo realizable, haciendo frontera e imponiendo un límite espacio-temporal entre lo posible (e inevitable) y lo deseable (y legítimo) pero imposible. La perversión con la que se maneja la construcción de esa democracia consensuada tiene que ver con este reconocimiento de legitimidad de ciertas demandas y acontecimientos, pero al mismo tiempo su negación o diferimiento hacia otros tiempos.
Pero el sueño de la clausura eterna presiona sobre la superficie ajada de la sutura y finalmente se rompe. Aquel pacto de convivencia se quebró ostensiblemente pero en su lugar aparecen formas simbólicas y materiales aún más violentas que muestran las marcas de un proyecto político que sigue en puja por construir otro pacto de silencio. Para los mansos sectores de siempre, beneficiados por los años de estabilidad convertible, ya no hay razón para soportar lo insoportable y para los que desde hace mucho tiempo vienen prestándole el cuerpo a las luchas cotidianas, ha llegado quizás, la hora de gritar.
Así es como tras la metáfora del diálogo que implicaron los años de la convertibilidad gobernable, emerge la metáfora de la guerra sin cuartel: fascismo, pena de muerte, persecución, mordazas, inseguridad. Si bien el tema de la seguridad (“ciudadana”, jurídica, financiera) hace tiempo que ha acaparado los primero puestos entre los que más le preocupan a la “ciudadanía”, hoy es el eje sobre el cual se pretenden fundar los nuevos imperativos de la política y de la democracia: no puede haber democracia con las calles plagadas de delincuentes y marxistas escrachadores que reniegan del consenso democrático.
En cuestiones de democracia no hay modelos sino proyectos. Para resolver los “problemas económicos” es necesario asumir los conflictos políticos como tales, es decir, hay consensos imposibles; es necesario discutir políticamente las bases sobre las que se pretenden fundar esos consensos. En definitiva, no es posible ceder constantemente principios políticos en nombre de esas confluencias insostenibles. Hay un límite para eso y ese límite no es ni eterno ni infinito ni está dado. La democracia que construye la política del consenso (esto es, la política como imposibilidad), tarde o temprano hace estallar los conflictos latentes.
Es aquí donde es necesario dar la discusión. Porque es la malograda idea de consenso la que termina taponando, obturando y difiriendo los empujones que por fuera del sistema político y partidario propiamente dicho, da la sociedad politizada, la militancia de a pie, que está cansada de volverse a su casa con la frente marchita.

viernes, 16 de octubre de 2009

Digresiones sobre el cambio

“Es indudable que las cosas no comienzan. O no comienzan cuando se las inventa. O el mundo fue inventado antiguo” Macedonio Fernández

No poco se ha escrito en los últimos años acerca de las radicales transformaciones a las que asistimos los ocupantes de este mundo. Transformaciones puestas en cuadros de doble entrada que nos hablan de antes (mayormente míticos y hasta gloriosos) y después (que despiertan temerosas sensaciones de riesgo y liquidez) relacionadas con el mundo de la vida cotidiana: el amor, la familia y la amistad; nuestra relación con el entorno natural, con las ocupaciones y las formas de trabajar; la escuela. Este tipo periodizaciones históricas que construyen la vida según fórmulas de antes y después, son, por cierto, muy útiles como marco de referencia pero implican una elección epistemológica no siempre explicitada: ver, analizar e hipotetizar acerca de momentos estáticos separados por una línea divisoria construida, ficcionalizada.
El hecho es que la mirada sobre las cosas pensadas como momentos estáticos, tiende a llevarnos a olvidar que esos antes y después conllevan, como dinámica propia e interna, un proceso constante, un devenir permanente. Las cosas no cambian por generación espontánea ni lo que cambia puede empezar de cero, ni siquiera lo que cambia lo hace, por decreto, en la subjetividad e ideas de las personas; sino que siempre se encuentran negativamente determinadas. Esto es, conllevan al momento de mostrarse como novedades, los rastros, las huellas, los indicios dejados por lo “viejo” y por el proceso mismo de estar convirtiéndose en “novedad”.
Si reconocemos que la historia (en minúscula para no entrar irresponsablemente en laberínticos debates de los cuales no encontraría la forma de salir) es, como sostiene Koselleck, una superposición de temporalidades en la que las transiciones procesuales pueden visualizarse más que las rupturas (a pesar de la decisión ideológico-metodológica de darle más relevancia a estas últimas), resulta dificultoso hablar de cambios decisivos y definitivos que vuelven a estancarse y a convertirse en momentos estáticos. Describir una realidad sin hacer lo mismo con los procesos y las dinámicas que la estructuran y sostienen, seguramente nos llevará (como camino prescrito) a observar la realidad que queremos constatar.
No quiero decir con esto que el mundo sea un mundo de la repetición, de la perpetua celebración de lo ya ocurrido, como frasea Ernst Bloch en su Principio Esperanza. No queremos sostener que no existan acontecimientos que irrumpen en la cotidianeidad y la transforman, más tarde o más temprano, negando la premisa cartesiana (o afirmando su absurdidad) de que una cosa es idéntica a sí misma y poniendo en entredicho la sucesividad inamovible de las cosas. Lo que estamos diciendo, es que ni siquiera los productos directos de esos acontecimientos puedan pensarse sino inmersos en procesos más amplios que los sobredeterminan y condicionan su forma última (que por definición no será última, sino que estará ya cambiando). En este sentido, antes de contar las estrellas, contemos las piedras, como dice el poeta español. Pensemos la manera en que esas piedras se transforman en arena.
Somos tiempo, dice Heidegger. Pero somos tiempo concreto, tiempo vivido, tiempo trabajado, tiempo robado al tiempo. La narratividad y la concretitud de esa narratividad, esto es, las prácticas, es lo que nos ayuda a dar cuenta de ese tiempo que somos. Relatar una historia es construir y objetivar el entramado de nuestra identidad y de la identidad de las cosas. Relatar es volver inteligible lo caótico y desordenado, es ordenar esa avalancha que es la vida del hombre. Y a partir de esto me pregunto, ¿cómo se manifiesta la materialidad del cambio?, y , como correlato metafísico, ¿cuándo cambian las cosas o cuándo decimos que han cambiado ya?, ¿cuán nuevo es lo nuevo?, ¿cuánto cambia lo que cambia? Como el yin y el yan, lo nuevo y lo viejo se fusionan, se encastran y se dificulta reconocer cuál es cuál y qué hay de uno en el otro y del otro en el uno. Por lo menos a veces.

jueves, 15 de octubre de 2009

El suicido de las ballenas.

Cada tanto aparece la noticia de un grupo de ballenas que ha encallado en alguna playa y se muestran las imágenes de algunos voluntarios intentando sus mejores esfuerzos para que esos grandes mamíferos tengan un feliz retorno a las lejanas profundidades. Mientras algunas explicaciones hablan de la interferencia que causarían los cambios en los rumbos de las distintas corrientes marinas en la recepción de las ondas sonoras y de la consecuente desorientación de los pobres animales que terminan encallando en la trampa de la arena, otros estudiosos arriesgan balbuceantes la hipótesis del suicidio colectivo ¿Verdad o mito explicativo? Imagino que debe ser un gran tema de discusión para los biólogos marinos desconcertados frente a semejante acontecer de la naturaleza. También lo es para nosotros. No las supuestas inclinaciones suicidadas de las ballenas (aunque, ¿por qué no preocuparnos, aunque sea marginalmente, también por eso?), pero sí la idea del suicido colectivo, en nuestro caso de un suicido político que toma, por su cuenta y cargo, la decisión de quitarse la vida (o al menos de lastimarse si alguien no la socorre con urgencia).

Después de todo, hoy nos sentimos casi biólogos marinos: a veces cuesta aguzar nuestras neuronas para interceptar alguna hipótesis que nos permita hallar algún dato para entender qué está pasando en las borrosas profundidades de la Argentina. La oposición (la antiperonista y la anti K) se encuentra encallada en la arena de una cierta, profunda e inédita crisis de orientación ¿Suicidio colectivo o imposibilidad de sentir el cambio de las “corrientes”?; ¿decisión o ceguera azarosa? Se habla de inoperancia, de irracionalidad, de locura. Habría que discutir con ésta mirada sobre las cosas, ya que existe una racionalidad, hay un proyecto que, por supuesto es otro, uno que ya conocemos.

Las cosas semejan ser lo que realmente son. Así como un mal actor que interpreta un personaje y que no puede nunca olvidarse (ni él ni sus espectadores que saben y lo ocultan) de un sí mismo en el otro, ya no es tan nítidamente posible contener lo evidente ¿Se habrá resuelto el mito de la transparencia en la comunicación y en las relaciones sociales? Pero no. No existe tal transparencia. La opacidad persiste y es hoy más que nunca, el arsenal fundamental que nos nutre en sus ansias de inmiscuirse en el hacer de la política. Así como en el caso de las ballenas, sospechamos, también, del suicidio de la oposición política argentina.